jueves, 28 de abril de 2016

En la papelera

Si lloviznaba, el viejo recogía sus bártulos, los cubría con un gran plástico transparente y se agazapaba al recaudo de los densos árboles. El tiempo cuando llueve discurre más despacio, así que, mientras esperaba el amaine, a veces le daba el rato para dibujar en su cabeza una aguamarina traslucida, un retrato al carboncillo de alguna adolescente de cabellos sedosos o el boceto errático de una caricatura en tinta china. Apretaba los ojos con firmeza, dejaba su mente en blanco y sobre ese lienzo vacuo las formas iban brotando a regañadientes.

Al viejo las manos le temblaban siempre, y también el paso. Pero el trazo de su imaginación era aun firme. Blandía pinceles de humo, estrujaba tubos de óleo inexistentes, y obtenía el jugo mágico de colores ya olvidados. Sus cuadros mentales, enormes o pequeños,  tétricos o luminosos, daban forma a su diminuto vivir de viejo vagabundo. 

Era un jueves de abril. El sol irradiaba fuerte tras el ligero chubasco. Removió  el plástico, los cartones y los trastos recolectados durante la mañana. Ahí estaban, al fondo del oxidado carrito de la compra. Pliegos rugosos, sacados de cualquier papelera.  Los alisó con sus manos trémulas y absorto los examinó uno por uno: el color de las olas en la aguamarina traslúcida; la mirada desafiante de la chica de cabellos sedosos; el brillo azabache de la tinta en la caricatura. Ahí estaban, todos esos cuadros que nunca nadie había pintado. 

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