martes, 3 de julio de 2012

El fondo del vaso


Yo no podía apartar la vista del amplio grupo de comensales de enfrente. Una docena de asiáticos, el grueso georgiano de cuello de ogro y dos sujetos europeos vestidos con camisetas multicolores se distribuían en torno a una enorme mesa cuadrangular de  caoba oscura. Solo el georgiano hablaba, y muy de cuando en cuando. Los platos estaban vacíos y todas aquellas personas parecían esperar unos postres que nunca terminaban de llegar. Alguno daba sorbos al vaso de vino, pero la mayoría, y sobre todo los orientales, mataban el tiempo pretendiendo que enviaban mensajes por el móvil, aunque era evidente que en realidad estaban jugando al tetris o haciendo sudokus, porque ningún asiatico tarda  tanto en escribir con el teléfono celular.

Mi depurado ojo clínico para clasificar habitantes de Extremo Oriente conforme a su nacionalidad se puso en marcha. Más de cinco años residiendo en Filipinas me permiten hoy en día determinar si un tipo es originario de, por ejemplo, Birmania, Corea del Sur o la China continental con un margen de error muy modesto. Saber de que país es la gente con al cual uno se cruza es una de las formas de curiosidad más universales. Yo me paso el día aclarando a los tenderos taxistas o camareros que no soy griego, ni francés, ni armenio, sino español. Generalmente incluso se lo digo antes de que me pregunten, para no mantenerles con el alma en vilo ni un segundo.

Los asiáticos de la mesa de al lado me parecían, por sus rasgos, oriundos del mundo malayo; eso reducía las opciones a cuatro posibles nacionalidades: Filipinas, Brunei, Malasia e Indonesia. Descarté Brunei por simples razones estadísticas (demasiado improbable; allí vive muy poca gente); luego borré Filipinas de la lista por la indumentaria (demasiadas camisas de batik); el hecho de que al menos dos en el grupo mostraran un aspecto claramente sudasiático me decantó por Malasia (un diez por ciento de la población del país procede de la India). Bien, eso aclaraba parte del dilema, pero no la pregunta más acuciante: ¿Qué hacía un numeroso grupo de malayos cenando en un restaurante de Tiflis, en el Cáucaso?  

Yo seguía observando a aquel grupo de modo obsesivo. Finalmente llegaron sus postres. Sentí en los rostros el alivio de encontrar al fin una buena disculpa para seguir sin hablar. Ya no tenían que evitar las conversaciones haciendo que enviaban textos con el móvil. Ahora podían comer tranquilamente, sin preocuparse en absoluto del mundo exterior. Al fin terminaron. El georgiano se levantó el primero, después los europeos de aire extraño y finalmente los malayos.

Tres se rezagaron un poco. Sacaron una sonrisa del baúl de los gestos falsos y se hicieron fotos con ella puesta, garantizando así que la eternidad conservase un recuerdo escamotado de aquella velada tan aburrida. Apagaron las cámaras digitales y el gesto amable y dos de ellos se marcharon. El ultimo quedo allí, detenido un segundo más ante la mesa, como absorto. Luego miró a hurtadillas en todas las direcciones, igual que un niño cuando se dispone a hacer una travesura y quiere evitar testigos incómodos. Entonces, como un chaval pillo tras un banquete de bodas, se abalanzó una a una sobre todas las copas de vino, aun esparcidas sobre la mesa, y se bebió a sorbos rápidos los culillos de tinto rezagados al fondo de cada una. Y entonces sí, estalló en su rostro una sonrisa inconmensurable.

(Foto: Luis Echanove)

No hay comentarios: