lunes, 5 de septiembre de 2011

Monte

La carretera se desliza serenamente através de las dehesas. El bisabuelo va citando los nombres de las fincas donde, antaño, al caer la tarde, reposaban él y su padre tras horas de camino a lomos de caballo, guiando a las ovejas y a las cabras. Ya no hay pueblos, ni personas, solo ciervas y varetones pastando tranquilos entre las encinas.

Llegamos al fin al villorrio. El bisabuelo muestra la fotografía sepia al tabernero, y luego al guía del parque natural. 'Este soy yo', dice, señalando con el dedo a un muchacho sonriente de la imagen. "Soy yo aquí, –añade- hace unos setenta años'.


Ya en la furgoneta, penetramos en el área protegida cruzando un siniestro bosquecillo de alcornoques. El guía nos ofrece sus prismáticos. Juanito y Carmen se afanan en capturar un águila imperial con las lentes. El bisabuelo sonríe placidamente. En la raña ciervos y más ciervos nos miran con sus ojos vacíos. Para decepción de Juanito, el gallipato (ese escurridizo lagarto de piel húmeda que gusta defenderse de sus enemigos clavándoles las costillas) no aparece por parte alguna. El bisabuelo atisba un jabalí entre las jaras.

Termina la visita. Detrás dejamos la pradera enorme de hierba quemada por el sol, las sombras largas de los árboles al final del día y el color rojizo de las lomas en el horizonte. Un silencio enorme lo invade todo. El bisabuelo sigue sonriendo. Su ojillos chisposos delatan que está cautivo en los recuerdos, en esa vida suya de niño pastor en Cabañeros.

Volvemos, ya a oscuras. El camino es largo y la noche tranquila. De pronto, un cervatillo brota en la espesura obligándonos a frenar bruscamente. Seguimos la marcha.

La luz del pueblo grande al fin nos da un respiro. 'ya estamos en nuestro lugar', dice el bisabuelo. Sabe bien que, allí en la espesura, la noche es noche de verdad.

(Foto: Ildefonso Bellón)

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