sábado, 16 de julio de 2011

Un día más

El día empezó con un rantocillo correteando dentro del ascensor de nuestro edificio, y terminó con el sonido estridente de la alarma de la embajada de la Unión Europa. Salimos de casa, duchados y desayunados, felices los niños por el ultimo de día de colegio, y los mayores, porque acababa también para ellos el trabajo. Las puertas metálicas y sonoras del elevador se abrieron y revelaron su secreto interior: Un roedor miedoso daba enloquecedoras vueltas dentro del claustrofóbico espacio ascensoril. Bajamos andando las escaleras de los doce pisos.

Por la noche, Eva se quedó en la oficina terminando hasta tarde de analizar proyectos para luchar contra la tortura carcelaria. Cuando fui a buscarla y ella abrió la puerta de salida, el dispositivo sonoro para ahuyentar potenciales ladrones o espías saltó de pronto. El barrio entero se despertó. Los guardias de seguridad no sabían como poner fin a la pesadilla. Una ambulancia y varios coches de policía aparecieron en el lugar de los hechos. Dejamos la escena del crimen con espíritu culposo.

Pero, entre el ratón y la alarma, la jornada fue prolija en acontecimientos diversos: Yo atendí una conferencia sobre prevención de desastres naturales, Eva otra sobre la cadena perpetua. Los niños jugaron en el cole a una guerra con pistolas de agua, y, en la tarde, los enormes saltamontes de la terraza lograron penetrar en el salón de casa. Juanito los cazaba con servilletas.

Un aguacero corto y apocalíptico cerró ese día. En el cafetín del teatro de títeres, en la ciudad vieja, donde cenábamos, la lluvia entraba racheada en la terraza, o copiosa y vertical por las ranuras del aire acondicionado; hasta se colaba peligrosamente por los cables de las lámparas de mesa. Al despejarse la cortina densa del chubasco, la luna llena anaranjada brilló de nuevo sobre la catedral .

(Foto: Luis Echanove)

Madrid en la memoria

Regreso en pocos días al lugar donde nací. Vuelvo al sitio que me hizo ser. Cuando vives lejos, ese lugar de origen se transforma en memoria, la geografía se hace recuerdos. Voy de nuevo a la guarida del tiempo que ya no volverá.

Mis referencias en Madrid ya no son los nombres de las calles ni los horarios de las obligaciones cotidianas. La ciudad se transformó para mí en un mapa de momentos, escondidos en bares que una vez frecuenté, en parques que antes recorría, en la casa familiar donde pasé mi infancia y mi primera juventud.

En lugar de plazas o avenidas, mi callejero interior se compone de conversaciones antiguas en cafés que tal vez ya no existen, de noches largas en garitos que mudaron de rostro, de aulas alegres de una facultad a la que nunca he regresado, de tardes de cine en días de lluvia, de besos hurtados en una fiesta, de trayectos en el metro enumerando las estaciones mentalmente, o de paseos por esos caminos del Retiro que nunca cambiarán.

Madrid es mi escondite, el pequeño planeta doméstico donde me siento recogido, como un montañero perdido cuando encuentra su refugio. Madrid es, sí, dónde me siento a salvo, como solo a salvo puede sentirse quien vive coleccionando países en su mochila y no encuentra el momento de parar a descansar.

Madrid es el recreo en el colegio de mi vida.

Madrid son aquellos a quienes quiero y ante los que, en mi fuero interno, me siento ingrato al abandonarlos en pos de este deambular por el mundo en que transformé mis años.

Si el mundo fuera una casa, Madrid sería mi habitación; ese cuarto sagrado donde, al fin, eres tú mismo siempre, porque cada libro, cada estante, cada cuadro, son, a fin de cuentas, reflejo de tu persona.

Es, así mismo, un plano urbano de canciones, con su calle Melancolía y la del Olvido, o hasta un Boulevard de los Sueños Rotos y también los cumplidos. Por eso, cada vez que estoy de vuelta, siento que he muerto y he resucitado y que, aunque soñé con otra vida y con otro mundo, todo en realidad empezaba y acababa allí mismo.

(Foto: Luis Echanove)

jueves, 14 de julio de 2011

El cabroncete interior

La lógica de los incentivos en el ejército, llevada a su extremo, viene a ser más o menos esta: Si matas muchos enemigos, te llevas una medalla. Y parece que el incentivo, en efecto, logra generalmente sus efectos de incrementar la mortalidad: He leído hoy en las noticias que un coronel colombiano confesó haber asesinado a cuarenta y siete campesinos en el año 2007, a cuyos cadáveres diligentemente vistió con uniformes de guerrilleros, con el sano propósito de obtener una condecoración.

Además de la pieza de chapa para colgarse en la pechera, el militar también obtuvo como premio a su hazaña un permiso especial. La noticia no hablaba de estipendios en dinero. Así pues, el análisis coste/beneficio de la operación fue más o menos como sigue: cuarenta y siete cándidos tipos vieron su vida sesgada a cambio de una medallita y unos días de vacaciones para el coronel. De todos modos, este tipo de balances a veces son injustos. Tal vez el acucioso coronel empleó sus días libres en visitar a su mamá enferma o en ayudar a sus hijos con los deberes del colegio. Seguro que en fondo el coronel no es ningún mal tipo, solo un hombre volcado en su profesión. Además, este proceder, más que la excepción, es la regla en Colombia: las organizaciones de derechos humanos llevan computados unos dos mil casos de civiles inocentes muertos adrede por el ejercito solo para hacer subir las estadísticas de bajas enemigas y probar que la guerra contra las guerrillas va viento en popa.

El Reino Unido vive ahora convulsionado porque al fin se ha revelado que, para vender más periódicos, un diario de tirada millonaria se dedicada a pinchar los móviles de media Inglaterra y así obtener cotilleos escabrosos de primera mano. Una vez leí que el presentador de un programa televisivo en vivo brasileño pagaba a criminales para matar a gente; después los equipos informativos de su programa eran, por supuesto, los primeros en llegar a la escena del crimen (puesto que sabían de antemano que iba a tener lugar). Con ello, el tipo lograba siempre que su espacio informativo fuera el más visto de la programación.

Todo lo anterior no son sino ejemplos extremos del pecado original que pudre nuestras sociedades por dentro: el fondo de las cosas no importa una mierda; lo que de verdad cuenta son las estadísticas, el vender más, los índices de audiencia. Lo peor del caso es que no hace falta matar a nadie ni llegar a esos extremos para ser un cabroncete. Tal vez todos llevemos dentro a nuestro pequeño genio maligno metido dentro. La tragedia, en nuestras sociedades, es que todo parece diseñado para incentivar a ese cabroncete interior a salir afuera y ganarse una medalla.

(Foto: Ignacio Huerga)

Difusa existencia

Dicen que la isla Thompson no existe. Las tripulaciones de dos navíos balleneros la avistaron en dos momentos diferentes del siglo XIX. Perdida en medio del Atlántico Sur, su silueta de rocas y nieve rompió la monotonía inmensa del horizonte marino. Las coordenadas de su emplazamiento dadas por los capitanes de ambos buques coincidían. Ellos la vieron, sí, la vieron y la ubicaron en el entramado milimétrico de los paralelos y los meridianos, pero los satélites del siglo XXI no logran encontrarla. Las viejas cartas de navegación y algunos atlas escolares aún recogen su nombre, junto a un puntito diminuto en medio del color azul. Mi moderna bola del mundo giratoria, en cambio, la ignora con desdén.

Sostienen los escasos hombres de ciencia dedicados a la geografía de lo imposible que tal vez lo que aquellos marineros contemplaron no fue sino el reflejo ilusorio de otra isla remota, la de Bouvet, igualmente lejana, igualmente pérdida en medio de la nada oceánica, pero de existencia incuestionable.


Bouvet, aunque despoblada, cuenta con dominio de Internet propio. Los albatros que pueblan sus escarpados acantilados y los líquenes agazapados bajo el manto de sus glaciares inmensos reciben a veces la ocasional visita de naturalistas o meteorólogos noruegos. Bouvet existe, aunque atrapada en esa lánguida realidad difusa de todo aquello que es ignorado por la mayor parte de los mortales.


Aunque situada a centenares de millas, Bouvet es la tierra firme más cercana a la evanescente Thompson. Sostienen esos sabios que, en virtud de un extraño fenómeno visual, una masa de tierra aislada en medio de los mares bien podría proyectarse sobre el cristal de las aguas y dar forma a un espejismo en otro punto de la cartografía náutica. Conforme a esta tesis, la isla Thompson no sería sino el resultado de un hipotético truco de magia óptica.


Otros expertos, y yo con ellos, desconfían de tales explicaciones. Mantienen que la isla fantasma de veras gozaba de entidad tangible cuando fue contemplada por aquellos barcos cazadores de ballenas. Según ellos, un volcán submarino se la tragó después, sin dejar rastro alguno de su presencia. La ausencia de fallas submarinas en la zona parece minar la verosimilitud de esta alternativa pero, ¿cómo explicar si no la desaparición repentina de una isla?


Me cuesta admitir que Thompson sea solo un juego de luces proyectado sobre el mar o la memoria de un lugar sumergido tras una erupción. Me aferro a la idea de su existencia, aún hoy, por más que las fotos satelitales no consigan ubicarla.


A veces, en ciertos momentos de cordura, me pregunto si acaso Thompson no es lo único que existe en este mundo, y todo lo demás no es sino el reflejo ficticio de esa isla misteriosa.


(Foto: Ignacio Huerga)

miércoles, 13 de julio de 2011

No seguir el camino

'Me gusta andar, pero no sigo el camino. Lo seguro ya no tiene misterio'. (Facundo Cabral)

Vino al mundo en una paupérrima familia de provincias. A los nueve años se marchó sólo a la capital. Había oído a alguien decir que el presidente del país daba trabajo a los pobres. Nadie sabe como, pero logró colarse en una recepción oficial y acceder a la primera dama. Ésta, conmovida ante el niño harapiento, buscó un empleo a su madre. La humilde familia se traslado a la gran ciudad, y, aunque los apuros económicos se paliaron en parte, el círculo de pobreza y marginación seguía atrapándoles. A los diez años era alcohólico. Fue internado en un reformatorio y de allí se fugó. A los 14 un jesuita le enseñó a leer y escribir. Entonces empezó a devorar libros obsesivamente, y pronto adquirió una cultura notable. Sin estudios, sin empleo, se lanzó a la calle y terminó tocando la guitarra por las esquinas.

Comenzó a crear canciones, limpias, poéticas, al principio con poco éxito. Al cabo del tiempo, por azares de la vida, llegó la fama. Su música comenzó a escucharse por todo el continente. Se casó con una mujer a la que amaba. Era feliz, aunque aquello duró poco: la vida seguía negándole un camino derecho. Ella murió enseguida en un accidente horrible. El, triste y solo, hubo de exiliarse cuando los militares tomaron el poder. Sus canciones, gritos alegres de justicia social, no gustaban a los generalísimos torturadores. Recorrió el mundo dando conciertos. Ya nunca volvió a vivir en una casa. Migraba de hotel en hotel, siempre ligero de equipaje. Un día se desprendió de todos los trofeos, reconocimientos y discos de oro regalándoselos a un taxista amigo.

Al cabo de los años pudo por fin regresar a su patria. El público le recibió con pasión. Pareciera que por fin lograba acariciar, sino la felicidad, al menos una dicha sin sobresaltos. Pero la vida se había empeñado en ser perra con él: fue perdiendo vista hasta quedar casi ciego. No importó: Sus ánimos nunca flaqueaban y su espíritu de vagabundo ilustrado le mantenía siempre a flote. Amigos nunca le faltaban. Pacifista practicante, seguía guerreando con sus canciones y su guitarra allí donde le llamaran.

Y le llamaron a Centroamérica. Tras una gira salvadoreña, aterrizó en Ciudad de Guatemala, capital de un país maldecido por el destino. Tres coches negros con sicarios se cruzaron en su camino del aeropuerto al hotel. Descerrajaron sus metralletas sobre el cantor errante, que murió al instante, por error, confundido tal vez con otro.

Pasó su vida luchando con tesón generoso por redimir al mundo con su música alegre pero comprometida. Dicen que la vida de los auténticos trovadores nunca fue fácil. La felicidad, a veces, es jodidamente esquiva con quien más la merece.

Facundo Cabral, poeta y cantautor argentino, murió asesinado en Guatemala el 9 de julio de 2011.
(Foto: Ignacio Huerga)

martes, 5 de julio de 2011

Ahora que es verano

No importan los años que pasen, ni el país en el que viva: al final, el calor estival del mediodía me devuelve a los veranos de entonces, cuando uno medía poco más de un metro y medio y la felicidad tenía horizonte de piscina. Expectantes esperábamos el fin de la hora de digestión, para después precitarnos con prisa a nuestro océano de baldosines azules. Luego, a la salida, tumbados en las toallas sobre las baldosas, miraba yo siempre al cielo azul con los ojos entreabiertos, y las gotitas de agua retenidas entre las pestañas amplificaban formas redondeadas, como amebas o medusas microscópicas.

La sombra se alargaba deprisa, anunciando la hora de cambiar al bañador por el pantalón vaquero. Al final de la eterna tarde (porque el tiempo, cuando se es niño, funciona más despacio) jugábamos a polis y cacos en el Jardín de Atrás, el parque de enormes pinos y fuentes de granito y bronce. Corríamos unos tras otros, con la vana esperanza de nunca ser atrapados. De pronto, la chica con pecas del equipo contrario me sonreía fugazmente, tal vez agradecida por rescatarla de la guarida policial, y yo sentía cosquillas en el estómago, porque sus pecas me gustaban, y su nariz redondeada, y sus ojos azules y alegres.

Y al final, con el cielo ya oscuro, subíamos a cenar, para bajar de nuevo al rato, a sentarnos en el poyete, junto al portal. Y allí charlábamos, contábamos chistes, bromeábamos, hacíamos planes para el siguiente día y la chica de las pecas a veces reía y yo entonces la miraba en silencio, torpe, absorto.

Por la noche, en las literas del cuarto de mi primo, hablábamos y hablábamos antes de dormir y queríamos que el verano no terminara nunca. Vendrían después los días de playa, y luego el regreso a la Sierra otra vez, ya en septiembre, cuando tocaba forrar los libros para el curso próximo.

No importan los años que pasen, ni el país en el que viva: el sol resplandeciente de mediodía, el olor a agua clorada de las piscinas y las tardes que mueren lentas me devuelven siempre a los veranos de entonces.

(Foto: Nacho Huerga)

sábado, 2 de julio de 2011

El regreso

La bala que me hiera será bala con alma. El alma de esa bala será como sería la canción de una rosa si las flores cantaran o el olor de un topacio, si las piedras olieran. (Salomón de la Selva)

He vuelto a Nicaragua después de siete años. Llevo tres semanas sabiendo que necesitaba escribir esto, pero no he podido. Me oprimían las emociones, los recuerdos, mezclados ahora con la paz serena del reencuentro. He vuelto a Nicaragua para saber que tal vez nunca me fui de allí. En las calles calurosas de Managua el ritmo dulce de la vida sin adjetivos discurre cotidiana, alegre, como siempre.

Los amigos no han cambiado. Sus hijos, sí, son ahora adolescentes. Han abierto más hoteles en Granada, Daniel gobierna y los niños ya no rebuscan entre los desperdicios del basurero de La Chureca. El Chamán no es ya el garito donde los cooperantes efervescentes bailábamos música de Maná sino una discoteca ultramoderna de sonido minimalista. Cerraron la Cabanga, el barecito con música en vivo dónde escuchar a Silvio y a Pablo. Pero esos es la inevitable evolución, no de la geografía urbana, sino de la biografía personal.

Pero el volcán Masaya continúa humeando su azufre blanco, en Managua los pájaros trinan como siempre cada mañana en los árboles de mango y, al anochecer, las viejas conversaciones se desgranan en un renacer de palabras sinceras aderezadas de Flor de Caña mientras las ranas en el jardín siguen croando hasta el alba, al igual que entonces.

En Nicaragua aprendí casi todo lo poco que sé sobre cooperación al desarrollo. Allí viví mis primeros años de convivencia marital con Eva, las largas tardes de sábado sentados en la hamaca o zascandileando entre las sábanas de un cálido dormitorio en la casita de colonial Los Robles. En Nicaragua se gestó Carmen, nuestra primera hija, escribí mi primer libro y planté mi primer árbol: un bananero que crecía sin descanso. En Nicaragua aprendí a amar los cafetales, las playas vírgenes y las conversaciones lentas. Y allí se forjaron amistades que nunca acabarán.

Tal vez regrese un día, no de visita, sino a vivirla, gozarla y respirarla como entonces. O tal vez no. Una vez escribí que Nicaragua no es para mí un país, sino un estado de ánimo. Y ese estado de ánimo vive ya dentro de mí, nunca me abandonó. A veces duerme, pero, en este mi breve regreso, despertó de nuevo sus sentidos. Y retomé las pláticas con los compañeros de siempre, como si ayer mismo nos hubiésemos visto por última vez. Y volví a sentir las canciones, los abrazos, el calor, los olores y la delicia de la siesta de mediodía, cuando el ventilador rumia su son tranquilizante.

He vuelto a Nicaragua y nada concreto puedo escribir que describa lo que allí he sentido. He vuelto a un espacio de mi vida que no es pasado, sino emoción a flor de piel. He vuelto sí, con la certeza de que ni el tiempo ni la distancia vencen nunca.

(Foto: Luis Echánove)

La maestra

Tenía apenas 20 años. Era maestra, recién titulada. Tardaron en encontrar el camino. La diminuta población no aparecía en los mapas de carretera. Al fin dieron con la ruta pero el coche de su padre no pudo llegar hasta la aldea. El camino carretero terminaba de pronto junto al río, que sólo podía atravesarse a través de un tronco tendido sobre las aguas limpias y los cantos. Había cruzado el Mundo para llegar allí. El alcalde pedáneo salió a recibirlos. Lacónico, la previno de la dureza del lugar. La anterior maestra –contó- fue sacada a pedradas por los gañanes tras quedarse embarazada de un peón. La alojaron en la mejor casa. Compartía cama con una de las hijas de su familia de acogida. Los vecinos la aceptaron de inmediato con los brazos abiertos y enseguida se ganó su respeto.

En el minúsculo pueblo todos entre sí se llamaban hermanos, subrayando su sentido de gran familia unida frente a la adversidad de la pobreza, el duro invierno y la agreste naturaleza. Los días de mucho viento cerraba la pequeña escuela porque el techo, desvencijado amenazaba ruina. Siendo ella la única persona con estudios del lugar, todos la pedían consejo. Aveces hasta ejercía de médico, recomendando remedios a los enfermos. Tanta responsabilidad sobre sus hombros jóvenes a veces la superaba, pero a la vez la hacía sentirse viva, feliz y unida al destino de esas gentes sencillas y nobles. Hasta la solicitaban confesión. Suerte que al fin llegó un día el cura a la aldea. Puso a todos los vecinos en fila y de espaldas. El sacerdote comenzó después a enumerar pecados varios. Los campesinos, alzaban el dedo de la mano para indicar si los habían cometido.

Todas las noches organizaba una verbena en la escuela, amenizada con su tocadiscos de batería o con el sonido de las guitarras de los campesinos. Llegó la Navidad y marchó de vacaciones. La llamaron después para decirla que no había necesidad de su regreso hasta pasada Pascua: Llegaba la estación durante la cual todos los muchachos trabajaban ayudando a su familia en las faenas del campo, de modo que ninguno podría acudir a la escuela. Regresó a la aldea ya cerca del verano. El curso acabó por fin. Dejó el lugar con lágrimas en los ojos, y ya no regresó nunca.

Aquella aldea no se escondía en algún remoto rincón de África o Sudamérica. Había, sí, cruzado el Mundo, el río Mundo, afluente del Segura, para llegar allí. Porque aquella aldea se encontraba en la Sierra de Cazorla, provincia de Jaén, en España. Fue hace cuarenta años, y esa maestra casi adolescente es hoy la abuela de mis hijos.



Foto: Luis Echanove