miércoles, 8 de diciembre de 2010

Memorias de la Intifada (3)

Ramala

Ramala es, seguramente, la ciudad de Cisjordania con menos atractivo. Carece del encanto de Belén y de la personalidad arrolladora de Hebrón, y le falta un zoco como el de Nablus en el que poder perderse. De todos modos, a nosotros nos encantaba vivir en Ramala. No sé muy bien porqué, tal vez por su condición de única localidad de importancia realmente controlada por los palestinos. Aunque “controlada” es quizás un término demasiado rotundo para describir la situación. Cinco o seis tipos de la milicia palestina, cada cual con un uniforme militar diferente, pero con el bigote recortado de idéntica manera, bebían té en el puesto de control a la entrada de la ciudad.

Aunque no transmitían mucha sensación de protección, lo cierto es que cada vez que regresábamos a casa, tras pasar varias horas encerrados en el coche cruzando check points hebreos (es decir, de los de verdad), ver la garita de aquellos guardias palestinos nos producía una reconfortante sensación de tranquilidad. Pero al margen de nuestras percepciones personales, lo cierto es que Ramala estaba siempre expuesta a los ataques. El ejército israelí entraba como Pedro por su casa en el casco urbano cada vez que le daba el apretón de violencia y tenía que asesinar a alguien o tirar unos obuses aquí o allá para quitarse el mal rollo de encima. Cuando eso sucedía, nuestros amigos espías nos avisaban con tiempo, nos llevaban a su apartamento y allí nos emborrachábamos tranquilos hasta que el combate terminase. Cuando la frágil paz urbana no era rota por esa manía israelí de apretar el gatillo o el botón de la bomba, Ramala era ella misma, esto es, un gran mercadillo callejero, un caos encantador de furgonetas, comercios y pasajeros andando por en medio de las calles. En el fondo, era una ciudad profundamente absurda, como no podía ser de otro modo, tratándose de la capital del un país que en realidad no existe.

Cuando no teníamos que viajar de trabajo a visitar clínicas o sistemas de regadío pagados por el contribuyente español y oportunamente destruidos tras su inauguración por el Estado de Israel, pasábamos el día en nuestra acogedora casa-oficina, preparando informes, o acudíamos a visitar a nuestros amigos de las organizaciones palestinas humanitarias con las que trabajábamos.

Casi todos los cafés y restaurantes de estilo europeo, abiertos en los años previos a la Intifada, cuando decenas de cooperantes, periodistas y hasta hombres de negocios extranjeros habitaban en la ciudad, habían cerrado por falta de clientela. Éramos tan pocos los occidentales que vivíamos en Ramala en aquel tiempo que cuando Eva y yo acudíamos al pequeño cine local en versión original, casi siempre estábamos solos en la sala, de modo que podíamos negociar con el camarógrafo la película a proyectar.

Dormir en Ramala, en aquella época, producía sensaciones extrañas. Te acostabas siempre con el rumor de fondo de los tiroteos en las colinas que rodean la ciudad, pero te despertabas con la algarabía del almuecín bramando la llamada a la oración y el jaleo del mercadeo constante.
Si hoy en día José y María tuvieran que repetir el periplo desde Nazaret a Belén, pasarían por Ramala. O más bien, nunca pasarían. Los soldados israelíes de alguno de los innumerables controles a lo largo de la ruta sin duda reventerían a balazos a la Sagrada Familia, sospechando que tal vez la Virgen, en su abultado vientre, ocultaba un paquete bomba.

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