viernes, 19 de noviembre de 2010

Diario de Georgia (1)

Tres de noviembre
Frederick se precipita sobre mi oficina con ojos desorbitados. - “¡Hay un camión brotando del suelo en la calle de atrás, vente a verlo!”- exclama exultante. Por un momento pienso que se trata de algún chiste flamenco, pero enseguida me doy cuenta de que los belgas nunca han sido famosos por su sentido del humor, así que le sigo a la carrera hacia su despacho. Me asomo a la ventana. La cabina delantera de un vetusto camión de basura de los años cincuenta parece, efectivamente, brotar de un profundo agujero en medio del asfalto. La parte del vehículo que aflora del suelo ocupa por completo el perímetro del socavón. Bolsas de plástico con desechos rodean al vehículo. La escena no carece de cierto encanto estilístico postmoderno.

Cuatro de noviembre
La única bombilla del ascensor se ha fundido.

Cinco de noviembre
Acudo a la frontera con Azerbaiyán para inspeccionar como se llevan a cabo los controles veterinarios y fitosanitarios. El comisario a cargo del chiringuito me cuenta que el día anterior un campesino intentó a cruzar la frontera montado en su caballo, pero como el animal carecía de documentación en regla, lo mandaron de vuelta. Al poco rato el tipo regresó, de nuevo a lomos de su rocín. Ufano entregó su pasaporte al guardia fronterizo: había pegado con cinta adhesiva una foto del caballo y la había colocado junto a la suya. El aduanero premió su rústico ingenio dejándole pasar sin más preguntas.

Seis de noviembre
Hoy por fin le he cogido el regusto a lo de bajar los once pisos de casa con el ascensor completamente a oscuras. La sensación es más o menos la misma que la de viajar en el tren de la Bruja justo antes del primer susto: te da miedo, pero a la vez quieres que nunca se acabe.

Nueve de noviembre
Participo en una no muy apasionante Conferencia Regional del Sur del Cáucaso Sobre Protección de Suelos y Prevención de la Desertificación. Uno de los asistentes a la reunión, un hombrecillo de pelo cano y ojos vivaces, se acerca a saludarme durante la pausa del café. Me habla en algo que creo identificar como esperanto, aunque al cabo de algún tiempo me doy cuenta de que sencillamente mezcla constantemente palabras en español, inglés, francés e italiano. Me explica que en el año 1994 inventó una nueva regla del futbol (algo relacionado con que el portero debe coger la pelota con la mano antes de tirarla de nuevo) y logró convencer a la FIFA y a la UEFA para su adopción oficial en todo el mundo. Pienso por supuesto que está chiflado.

De pronto abre una carpeta con las gomas desgastadas que lleva debajo del brazo, y extrae una colección desordenada de fotos descoloridas, que me muestra con satisfacción. En todas ellas aparece él, siempre con la misma gabardina color crema, aunque las fotos correspondes a años e incluso décadas diferentes. Y, también en todas ellas, a su lado, hay alguna celebridad del fútbol: Maradona, Pelé, Platini… incluso reconozco a Arconada y a Butragueño. Después de enumerarme uno a uno a todos los jugadores, extrae de la carpetilla un fax ajado por los años, aunque aún legible. Es una carta firmada por Joao Avelans agradeciéndole la invención de la nueva regla futbolística. La pausa del café termina. Regresamos a la sala de conferencias. El hombrecillo toma asiento en silencio y sigue con atención las soporíferas ponencias sobre recuperación de pastos en los desiertos del occidente de Georgia.

Diez de noviembre
Han instalado por fin una lámpara nueva en el ascensor. Carmen y Juanito están exultantes. Dicen que es como la luz del día. Incluso han dejado de aterrorizarse con los siniestros sonidos chirriantes de los engranajes al descender. Y encima ahora subir y bajar es gratis: ya no hay que echar monedas en la caja de latón para que el ascensor de nuestro edificio funcione.

Foto: María Van Ruiten y Aránzazu Echánove

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