miércoles, 19 de agosto de 2009

Finardo

Se recostó unos minutos sobre el sofá. Estaba agotado. Llevaba horas preparando el juicio del día siguiente; semanas recopilando pruebas para que las autoridades malayas detuvieran de una vez por todas a aquellos traficantes de mujeres filipinas; meses jugándose el tipo visitando burdeles secretos en Sarawak, acompañado de agentes policiales, para liberar a esas esclavas de la mafia…llevaba en realidad toda una vida luchando por hacer cumplir esa palabra simple y a la vez complicada: justicia.

Al rato abrió los ojos, se preparó una cena frugal, volvió al salón y en la entrevela comenzó a recordar a los suyos. Echaba de menos a su mujer y los niños. Apenas dos días antes los había visitado en Manila. No le gustaba estar sólo, separado de ellos, encerrado en ese apartamento de Kuala Lumpur, con la puerta trancada, esperando pasar las horas, hasta el amanecer…no un amanecer cualquiera, el amanecer del gran juicio contra los tratantes de esclavas sexuales. Llevaba un año en la embajada de Filipinas en Malasia, como diplomático a cargo de asuntos sociales. Era sólo una fase más tras décadas asumiendo responsabilidades, a veces arriesgadas, en el Ministerio Social y del Bienestar de Filipinas. Su último puesto, como director del Proyecto de Acceso a la Justicia para Pobres, financiado por Europa, le había ofrecido muchas satisfacciones personales y laborales. Sonó el timbre. Se levantó como un autómata, abrió la puerta. Caras desconocidas irrumpieron en el apartamento.

Seis llamadas telefónicas sin respuesta. Dos días sin aparecer por la embajada. Una cierta inquietud se apoderó de todos. Al fin, el cónsul sugirió acudir al apartamento. Lo encontraron en un charco de sangre. Un estilete rajaba su rostro; su cuerpo, destrozado, presentaba señales de tortura. El forense comprobaría después que le habían arrancado todas las uñas. No robaron nada, salvo documentos de trabajo. También habían vaciado la memoria de su ordenador personal y de su teléfono móvil.

Una semana después, en un inmenso tanatorio de la ciudad de Quezón, dimos el pésame a su viuda, vimos a sus hijos y hablamos con sus compañeros de trabajo. “Ha muerto un héroe”, pensé. Y una rabia inmensa se adueñó de mí.

Finardo C., amigo y colega de trabajo de Eva, murió asesinado en Kuala Lumpur el 7 de agosto de 2009.

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