lunes, 10 de agosto de 2009

BlackBerry

Encendió la BlackBerry. Ningún mensaje reciente. La apagó con desgana. Ocultó la cabeza bajo la almohada y se durmió de nuevo, o eso intentó. A los pocos minutos sus parpados se abrieron. El reloj digital de números verdes marcaba las tres de la mañana. El jodido jetlack. Otra vez encendió la BlackBerry. Otra vez la apagó. Y así hasta cinco, diez, veinte veces. Amaneció. Por la gran ventana del hotel se filtraba la luz de la mañana y también el follón confuso de los claxones, los ruidosos motores de los autobuses y el ajetreo de los peatones. Se encaminó a la ducha como un zombi, sin pensar en nada, ni tan siquiera en la BlackBerry. Luego, ya seco y en albornoz, se fabricó un café de sobre con el agua del termo. Antes de vestirse ojeó la mesilla de noche. Ahí seguía la BlackBerry, desafiante, como un niño maleducado y resabiado, o como un viejo antipático y amargado. Ahí seguía, provocándole ansiedad con sus promesas de mensajes que no llegaban nunca. Dudó si encenderla. Dudó incluso si tirarla por la ventana.

Y entonces ocurrió aquello tan extraño: La BlackBerry comenzó a moverse sola, vibrando como un teléfono móvil cuando suena. El dichoso aparatito calló de la mesa y prosiguió su bailoteo incesante, siempre avanzando en la misma dirección: hacia él. Cuando llegó a sus pies, la tomó del suelo. Un mensaje brillaba en la pantalla luminosa. Lo leyó estremecido: 'Capullo, me querías tirar por la ventana, ¿eh? Ahora vas a saber lo que es bueno'. Y entonces la BlackBerry estalló, provocando una atroz deflagración. El tipo murió al instante. Todo quedo destruido en la habitación.

Los titulares del día siguiente hablaron de un probable acto terrorista. Nadie reivindicó nunca el supuesto atentado.

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