jueves, 8 de enero de 2009

Involución

Pertenezco a esa extraña generación que aprendió cristianismo con catecismos ilustrados con fotografías de puestas de sol y familias de aire hippie corriendo de la mano por un prado a contraluz. En misa cantábamos el Padrenuestro a los acordes de The Sound of Silence, de Simon y Garfunkel y en los trabajos de la clase de religión pegábamos en cartulinas dibujos de Jesús con melenas desgreñadas, sobre el rótulo “Se busca por rebelde”. A veces algunos misioneros de Perú o de Centroamérica nos daban charlas sobre la pobreza en América Latina, y los debates en los ejercicios espirituales no versaban sobre dogmas, sino sobre asuntos tales como la justicia social o la muerte digna. En aquella primavera post-conciliar, todos pensábamos, ingenuamente, que el matrimonio de los curas o las monjas dando misa era algo inminente. Arrupe, Monseñor Romero, o Ellacuría eran los santos (nunca elevados a los altares) de nuestra devoción. Claro está que siempre había profes retrógrados en el colegio, generalmente octogenarios a los cuales las reformas les habían pillado demasiado tarde, pero no ejercían influjo alguno, eran como piezas de museo recordando con su presencia un pasado remoto de la Iglesia.

Luego llegó Woitija, pero, afortunadamente, su cruzada medieval tardó algún tiempo en hacer mella en nuestra educación religiosa. De la mano del polaco, poco a poco el Opus ascendente fue haciéndose con el control del cotarro. El espíritu del Vaticano II se fue apagando, y las tinieblas del tenebrismo y la moralina volvieron a dominar la Iglesia. Pese a ello, los viajes, y después mi trabajo como cooperante, me dieron oportunidad de conocer a sacerdotes excepcionales, que mantenían vivo ese espíritu de puertas abiertas al mundo real. Así, tuve el privilegio de conocer en la India a Silananda, el jesuita catalán que se paseaba en taparrabos por Mahatrastra en pos de un sincretismo cristiano-hindú, o al nicaragüense Fernando Cardenal, también jesuita, ministro de educación con los sandinistas, y a tantos otros. Perseguidos, denostados, esos héroes solitarios, son ahora ellos el museo viviente de la iglesia que pudo haber sido y no fue.
Cuando recuerdo estas cosas y despúes pienso en Rouco y sus aires de inquisidor obseso me quedo constarnado con la involución de la Iglesia, particularmente la española.

Yo antes pensaba que de muchacho, como tantos de mi época, abandoné la Iglesia. Ahora pienso más bien que fue la Iglesia la que nos abandonó a nosotros.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Joder, pues qué quieres que te diga, que entre un jesuita que se pasea en taparrabos y un cura que se alinea con un dictador, prefiero al cura normalita que saca adelante como puede su parroquia y parroquianos en unos tiempos de lucha feroz contra todo lo católico.
Creo que te mueves por estereotipos, háztelo mirar, que la vida es más sencilla, y entre Rouco y Jesuita-en-taparrabos hay muuuuucho abanico de Iglesia que sólo hace el bien, o al menos lo intenta.
Que seas feliz.

Anónimo dijo...

No entiendo lo de "el cura que se alinea con un dictador". supongo que te refieres a Daniel Ortega. No solo no se alinea con él, sino que es perseguido por Ortega, en la actualidad. En su momento, cuando Fernando cardenal fue ministro, la nicaragua sandinista no era ninguna dictadura, sino un regimen electo.