martes, 23 de diciembre de 2008

Katmandú

19 de agosto, 1991

Escribo en el hotel, de noche. Acabo de matar a una hormiga. Todo corre a favor nuestro en Nepal. La comida y el alojamiento se adaptan al gusto occidental, del que aún no sabemos bien como librarnos. Katmandú es de un color fantástico. Los edificios de la ciudad vieja, de ladrillo roído y madera oscura tallada, hechizan. Por fin hoy logramos contemplar a los lejos el Himalaya. Al mediodía chispeó y el cielo permaneció gris durante el resto de la tarde. La vida nos es grata aquí. Al fondo se yergue la sombra inmensa de una Calcuta a la que no dejo de temer.

Ayer asistimos a tres cremaciones junto al río. Miré fijamente largo tiempo al cadáver envuelto en paño naranja y cubierto con polvo de colores y coronas de flores. Colocaron el cuerpo sobre la pira, prendieron fuego y sus miembros se doblaron, rígidos como ramas y se abrasaron en poco tiempo. Carne de hombre quemada. Cuerpo inmóvil entre el fuego. En el río, los niños no dejaban de jugar. Tomábamos fotos. Y el cadáver ardía. Ardía. Hasta consumirse. Arrojaron a las aguas las cenizas. La plataforma de cremación quedó desnuda, a la espera de otros cuerpos, de nuevos fuegos, de savia para teñir de gris la corriente perpetua del río de escaso caudal.

Ayer un cadáver me miró largo rato y, através de su paño naranja, me habló, con la voz del fuego crepitante. Ayer mi alma se dobló en dos partes, y vuelta sobre si misma, casi temió quemarse.

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