jueves, 21 de febrero de 2008

Memorias afganas

(primera parte)
Llegamos a Pakistán a inicios de octubre. Las oraciones abordo del avión, y la atmósfera opresivamente integrista del aeropuerto y de las calles de Islamabad enseguida nos demostraron que aquel país no era, precisamente, el mundo llevadero y sonriente de la India o Nepal. La presencias atosigante de los militares por todas partes, la falta de colorido de los atavíos de hombres y mujeres y una cierta rudeza en los paisajes hacen de Pakistán una especie de puerta de entrada en el áspero mundo de Asia Central. Rawalpindi, la inmensa y caótica ciudad junto a la cual fue construida la nueva urbe de Islamabad, es como cualquier ciudad de Maharastra o Rajastán, pero sin el encanto de los vivos tonos en los saris, los rótulos multicolores y la música perenne de las películas que se ruedan en Bombay. Sin el barroquismo hindú, sin la sonoridad embriagadora, sin las imágenes coloristas de los dioses...Pakistán es como una versión triste y reprimida de la India, con la que tan sólo comparte el vivo olor de las especias en polvo.

Dedicamos los primeros días a gestiones diversas en Islamabad. Después, viajamos en tren hasta Peshawar, la inmensa ciudad-campo de refugiados en la que desde hace dos décadas miles de afganos pashtunes mal viven en sus pequeñas casitas de abobe. Las áreas residenciales de la ciudad parecían una auténtica feria de la cooperación. Por las calles, los carromatos locales competían en el polvoriento asfalto con los exagerados todo-terreno de las agencias humanitarias. Pudimos conocer de primera mano algunas experiencias positivas de desarrollo en los campos de refugiados. Diversos proyectos estaban logrando una cierta autosuficiencia. Hornos comunitarios, crédito a pequeña escala para mujeres....gotas de agua en un mar de necesidades, pero gotas fructíferas. (Continuará)

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